lunes, 31 de marzo de 2008

La Biblia

La Biblia es, sin ningún género de dudas, uno de los más ricos tesoros de la literatura universal de todos los tiempos. Nadie mínimamente informado podría negar la evidencia del gran tesoro cultural encerrado en esta colección de antiguos escritos judeo-cristianos, que alternan la narrativa histórica con los códigos legales, las normas de conducta con la delicada belleza de la lírica hebrea, los discursos didácticos o morales con la interpretación de sueños y visiones.

Sin embargo, el valor principal de la Biblia no consiste en razones estéticas ni en motivo alguno de índole cultural, sino en su contenido esencialmente religioso, que hace de ella el libro sagrado por excelencia, tanto para el pueblo de Israel en particular como para el mundo cristiano en general. Porque todo en la Biblia está ordenado a revelar que Dios, autor de la vida y de cuanto existe, no es un ser inaccesible, oculto en la hondura de su divinidad y ajeno a los problemáticos planteamientos de la historia del ser humano, sino un Padre amoroso y perdonador, que se acerca a las personas para liberarlas de sus propias faltas y errores.

Biblia es una palabra griega que significa propiamente “libritos”. De ahí que se le haya dado el título de Biblia, a la colección de pequeños libros que, aun cuando diversos en origen, extensión y contenido, se hallan esencialmente unidos por el significado religioso que tienen para el pueblo de Israel y para todo el mundo cristiano: unidad y diversidad que no se oponen entre sí, sino que se complementan para darle a la Biblia su especialísimo carácter.

Desde tiempos remotos, este libro sin igual ha sido conocido con diferentes designaciones. Así, los judíos, para quienes la Biblia solo consta de la parte que los cristianos conocen como el Antiguo Testamento, se refieren a ella como Ley, Profetas y Escritos (Lucas 24.44), términos representativos de cada uno de los bloques en que, para el judaísmo, se divide el texto bíblico trasmitido en lengua hebrea:

(a) Ley (heb. torah), que comprende los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio

(b) Profetas (heb. nebiim), agrupados en:

Profetas anteriores: Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes;
Profetas posteriores: Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías, Malaquías

(c) Escritos (heb. ketubim): Job, Salmos, Proverbios, Rut, Cantar de los Cantares, Eclesiastés, Lamentaciones, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías, 1 y 2 Crónicas El referido título, Ley, Profetas y Escritos, aparece reducido en ocasiones a la Ley y los Profetas (Mateo 5.17) o, de modo aún más sencillo, a la Ley ( Juan 10.34).

En el cristianismo, con la incorporación de los libros del Nuevo Testamento y justamente a partir de la manera en que allí se citan los del Antiguo, es común referirse a la Biblia como las Sagradas Escrituras o, de forma alternativa, como la Sagrada Escritura, las Escrituras o la Escritura (Mateo 21.42; Juan 5.39; Ro 1.2). Frecuentemente, con esta última y más breve designación se hace referencia a algún pasaje bíblico concreto (Marcos 12.10; Juan 19.24).

Las locuciones Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, en su sentido de títulos respectivos de la primera y la segunda parte de la Biblia, comenzaron a utilizarse entre los cristianos de fines del s. II d.C. sobre la base de textos como 2 Corintios 3.14. La palabra “testamento” representa aquí la alianza o pacto que Dios establece con su pueblo: en primer lugar, el pacto con Israel (Exodo 24.8; Salmos 106.45); luego, el nuevo pacto anunciado por los profetas y sellado con la sangre de Jesucristo (Jeremías 31.31–34; Mateo 26.28; Hebreos 10.29).

Clasificación de los libros de la Biblia

Los libros de la Biblia no se han clasificado siempre en el mismo orden. Aun en la actualidad aparecen dispuestos de distintas maneras, siguiendo para ello los criterios sustentados a este respecto por diferentes tradiciones.

La versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, en todas sus ediciones, se ha sujetado a la norma de ordenar los libros de acuerdo con su carácter y contenido, en la forma siguiente:

Antiguo Testamento

(a) Literatura histórico-narrativa: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes, 1 y 2 Crónicas, Esdras, Nehemías, Ester

(b) Literatura poética y sapiencial (o de sabiduría): Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares

(c) Literatura profética:

Profetas mayores: Isaías, Jeremías, Lamentaciones, Ezequiel, Daniel
Profetas menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías, Malaquías.
Nuevo Testamento

(a) Literatura histórico-narrativa:

Evangelios: Mateo, Marcos, Lucas, Juan
Hechos de los Apóstoles

(b) Literatura epistolar:

Epístolas paulinas: Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1 y 2 Tesalonicenses, 1 y 2 Timoteo, Tito, Filemón
Epístola a los Hebreos
Epístolas universales: Santiago, 1 y 2 Pedro, 1,2 y 3 Juan, Judas(c) Literatura apocalíptica: Apocalipsis (o Revelación) de San Juan

sábado, 29 de marzo de 2008

El Amor de Dios

En las Sagradas Escrituras se nos dicen tres cosas acerca de la naturaleza de Dios. Primero, que “Dios es Espíritu” (Juan 4:24). En el griego no hay artículo indeterminado, por lo que decir “Dios es un espíritu» sería en extremo censurable, puesto que le igualaría a otros seres. Dios es “Espíritu” en el sentido más elevado.

Por ser “Espíritu” no tiene sustancia visible, es incorpóreo. Si Dios tuviera un cuerpo tangible, no sería omnipresente, y estaría limitado a un lugar; al ser “Espíritu” llena los cielos y la tierra. Segundo, que “Dios es luz” (1 Juan 1:5) lo cual es lo opuesto a las tinieblas.

Las tinieblas, en las Escrituras, representan el pecado, el mal, la muerte; la luz representa la santidad, la bondad, la vida. Que “Dios es luz” significa que es la suma de todas las excelencias. Tercero, que “Dios es amor” (1 Juan 4:8, 15). No es simplemente que Dios “ama”, sino que es el Amor mismo. El amor no es simplemente uno de sus atributos, es su misma naturaleza.

Muchos hoy en día hablan del amor de Dios, pero son ajenos por completo al Dios de amor. El amor divino es considerado comúnmente como una especie de debilidad afectuosa, una cierta indulgencia cariñosa; es reducido a un simple sentimiento enfermizo, copiado de las emociones humanas. Sin embargo, la verdad es que en esto, como en todo lo demás, nuestras ideas han de ser reguladas de acuerdo con lo que las Sagradas Escrituras nos revelan.

Esta es una urgente necesidad que se hace evidente, no sólo por la ignorancia general que prevalece, sino también por el estado tan bajo de espiritualidad que, triste es decirlo, es característica general de muchos de los que profesan ser cristianos.

¡Qué poco amor genuino hay hacia Dios! Una de las razones principales es que nuestros corazones se ocupan muy poco de su maravilloso amor hacia los suyos. Cuanto mejor conozcamos su amor -su carácter, plenitud, bienaventuranza más fuerte será el impulso de nuestros corazones en amor hacia él.


1. El amor de Dios es Inherente.

Queremos decir que no hay nada en los objetos de su amor que pueda provocarlo, ni nada en la criatura que pueda atraerlo o impulsarlo. El amor que una criatura siente por otra es producido por algo que hay en ésta; pero el amor de Dios es gratuito, espontáneo, inmotivado. La única razón de que Dios ame a alguien reside en su voluntad soberana.

“no por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová, y os ha escogido; porque vosotros erais los más pocos de todos los pueblos; sino porque Jehová os amó” (Deut. 7:7,8). Dios ha amado a los suyos desde la eternidad, y, por lo tanto, nada que sea de la criatura puede ser la causa de lo que se halla en Dios desde la eternidad. El ama por sí mismo “según el intento suyo” (2 Tim. 1:9).

“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). Dios no nos amó porque nosotros le amábamos, sino que nos amó antes de que tuviésemos una sola partícula de amor hacia él. Si Dios nos hubiera amado correspondiendo a nuestro amor, no hubiera sido espontáneo; pero, porque nos amó cuando no había amor en nosotros, es evidente que nada influyó en su amor. Si Dios ha de ser adorado, y el corazón de sus hijos probado, es importante que tengamos ideas claras acerca de esta verdad preciosa.

El amor de Dios hacia cada uno de “los suyos» no fue movido en absoluto por nada que hubiera en ellos. ¿Qué había en mí que atrajera al corazón de Dios? Nada absolutamente. Al contrario, todo lo que le repele, todo lo que le haría aborrecerme -pecado, depravación, corrupción estaba en mi corazón; en mí no había ninguna cosa buena.


2. El Amor de Dios es Eterno.

Necesariamente ha de ser así. Dios mismo es eterno, y Dios es amor; por tanto, como él no tuvo principio, tampoco su amor lo tiene. Es cierto que este concepto trasciende el alcance de nuestra mente finita; sin embargo, cuando no podemos comprender, podemos adorar. ¡Qué claro es el testimonio de Jeremías 31:3 “Con amor eterno te he amado; por tanto te soporté con misericordia!”

¡Qué bendito conocimiento el saber que el Dios grande y santo amó a sus hijos antes de que el cielo y la tierra fuesen creados, y que había puesto su corazón en ellos desde la eternidad! Esto es prueba clara de que su amor es espontáneo, porque él les amó innumerables siglos antes de que tuviesen el ser.

La misma maravillosa verdad queda expuesta en Efesios 1:4,5: “Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor; habiéndonos predestinado”. ¡Qué de alabanzas debería producir el corazón al pensar que si el amor de Dios no tuvo principio tampoco puede tener fin! Si es verdad que “desde el siglo hasta el siglo” El es Dios y es “amor” entonces es igualmente verdad que ama a su pueblo “desde el siglo y hasta el siglo”.


3. El Amor de Dios es Soberano.

Esto, también, es evidente en sí mismo. Dios es soberano, no está obligado para con nadie; Dios es su propia ley, actúa siempre de acuerdo con su propia voluntad real. Así, pues, si Dios es soberano, y es amor, se desprende necesariamente que su amor es soberano. Porque Dios es Dios, actúa como le agrada; porque es soberano, ama a quien quiere.

Tal es su propia explícita afirmación: “A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí” (Rom. 9:13). No había más objeto de amor en Jacob que en Esaú. Ambos habían tenido los mismos padres, habían nacido al mismo tiempo, puesto que eran gemelos; con todo, ¡Dios amó al uno y aborreció al otro! ¿Por qué? Porque le agradó hacerlo así.

La soberanía del amor de Dios se desprende necesariamente del hecho de que no es influido por nada que haya en la criatura. De ahí que el afirmar que la causa de su amor reside en El mismo es sólo otra manera de decir que ama a quien quiere. Supongamos, por un momento, lo contrario. Supongamos que el amor de Dios fuera regulado por algo externo a su voluntad.

En tal caso su amor se regiría por unas reglas, y, siendo así, El estaría bajo una regla de amor, de manera que, lejos de ser libre, sería gobernado por una ley. “En amor; habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo a sí mismo, según” -¿qué? ¿Algún mérito que vio en nosotros? No; sino, “según el puro afecto de su voluntad” (Efe. 1:4,5).


4. El Amor de Dios es Infinito.

Todo lo referente a Dios es infinito. Su substancia llena los cielos y la tierra. Su sabiduría es ilimitada, porque él conoce todo el pasado, el presente y el futuro. Su poder es inmenso, porque no hay nada difícil para él. Asimismo, su amor no tiene límite. Tiene una profundidad que nadie puede sondear; una altura que nadie puede escalar; una longitud y una anchura que están más allá de toda medida humana.

Esto se nos indica en Efe. 2:4: “Sin embargo, Dios, que es rico en misericordia, por su mucho amor con que nos amó”; la palabra “mucho” aquí es sinónima de “de tal manera amó Dios” en Juan 3:16. Nos habla de un amor tan sobresaliente que no puede ser calculado.

“Ninguna lengua puede expresar fielmente la infinitud del amor de Dios, ni ninguna mente comprenderla: “excede a todo conocimiento” (Efe. 3:19). Las más vastas ideas que la mente finita puede formarse del amor divino están muy por debajo de su verdadera naturaleza.


5. El Amor de Dios es Inmutable.

Del mismo modo que en Dios “no hay mudanza, ni sombra de variación” (Stg. 1:17), tampoco su amor conoce cambio o disminución. El indigno Jacob ofrece un ejemplo poderoso de esta verdad: “A Jacob amé”, declaró Jehová, y, a pesar de toda su incredulidad y desobediencia, El nunca dejó de amarle.

En Juan 13:1 se nos da otra hermosa ilustración. Aquella misma noche, uno de los apóstoles diría: “Muéstranos al Padre”; otro le negaría con juramentos, todos iban a ser escandalizados y le abandonarían. Así y todo, “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. El amor divino no está sujeto a vicisitudes de ninguna clase. El amor divino “fuerte es como la muerte... las muchas aguas no podrán apagarlo” (Cant. 5:6,7). Nada puede apartarnos del mismo (Rom. 8:35-39).


6. El Amor de Dios es Santo.

El amor de Dios no lo regula el capricho, ni la pasión, ni el sentimiento, sino un principio. Del mismo modo que su gracia no reina a expensas de la misma, sino “por la justicia” (Rom. 5:21), así su amor nunca choca con su santidad. “Dios es luz” (1 Juan 1:3) se encuentra antes que “Dios es amor” (1Juan 4:8).

El amor de Dios no es una simple debilidad afectuosa, ni una especie de muelle ternura. La Escritura declara que “el Señor al que ama castiga, y azota a cualquiera que recibe por hijo” (Heb. 12:6). Dios no cerrará los ojos al pecado, ni siquiera al de sus hijos. Su amor es puro, sin mezcla de sentimentalismo sensiblero.


7. El Amor de Dios es Benigno.

El amor y el favor de Dios son inseparables. Esto se pone de relieve en Romanos 8:32-39. Por la idea y alcance del contexto se percibe claramente que es este amor, el cual no puede haber separación: es la buena voluntad y la gracia de Dios que le determinaron a dar a su Hijo por los pecadores. Ese amor fue el poder impulsor de la encarnación de Cristo: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16),

Cristo no murió para hacer que Dios nos amara, sino porque amaba a su pueblo. El Calvario es la demostración suprema del amor divino. Siempre, que seamos tentados a dudar del amor de Dios, recordemos el Calvario. He aquí, abundante motivo para confiar en Dios, y para soportar con paciencia las aflicción que envía, Cristo era el amado del Padre, y aun así no estuvo exento de pobreza, afrenta y persecución. Sufrió hambre y sed. De ahí que, al permitir que los hombres le escupieran y le hirieran, el amor de Dios hacia Cristo no sufrió menoscabo.

Así pues, que ningún cristiano dude del amor de Dios al ser sometido a pruebas y aflicciones dolorosas. Dios no enriqueció a Cristo con prosperidad temporal en este mundo, ya que “no tenía donde recostar su cabeza”. Pero sí le dio el Espíritu sin medida. Siendo así, aprendamos que las bendiciones espirituales son los dones principales del amor divino. ¡Qué bendición es el saber que, aunque el mundo nos odie, Dios nos ama!

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